Tanto las amenazas naturales como los desastres en que se pueden convertir son parte integral de la historia de América Latina y el Caribe. Los terremotos y los tsunamis han cobrado miles de víctimas y han ocasionado la pérdida de muchos millones de dólares desde México hasta Chile.
En la región del Caribe, la estación de huracanes regula el estilo de vida y coloca en segundo plano otras amenazas naturales como los terremotos y las erupciones volcánicas que, a lo largo de los siglos, también han dejado su huella en las naciones insulares.
Hoy por hoy, la Región representa un laboratorio óptimo para el estudio de la evolución del manejo de desastres a lo largo de las últimas décadas y para el desarrollo de soluciones que beneficien no sólo a las Américas, sino a todos los países expuestos a catástrofes naturales. América Latina y el Caribe, a pesar de su historia de desastres naturales frecuentes y devastadores, cuentan con los recursos humanos e instituciones necesarios para hacerles frente. Existen universidades con tradiciones centenarias de excelencia académica que forman destacados científicos e investigadores, expertos en sismología, meteorología, ingeniería, arquitectura, planificación urbana, economía, salud pública y otras áreas afines. Las entidades de investigación y monitoreo de la Región han invertido muchos decenios en la recopilación y difusión de datos sobre sismología y meteorología.
A pesar de la crisis de los años ochenta, que retrasó seriamente el progreso socioeconómico en América Latina y el Caribe, actualmente la Región se encuentra en mejor situación que muchas naciones en desarrollo de otras partes del mundo. Sin embargo, aún queda por resolver la creciente vulnerabilidad ante los desastres. Ésta es una preocupación constante, dado que países de mayor desarrollo, como México y Brasil, efectúan grandes inversiones en infraestructura ubicada en áreas altamente vulnerables a los desastres, y que la industria turística del Caribe, una de las más desarrolladas y modernas del mundo, está a merced de los huracanes que azotan cada año. El nivel de desarrollo alcanzado en los últimos años, principalmente por la estabilidad social y la consolidación de las instituciones democráticas, debe protegerse de los desastres naturales.
4 de febrero de 1976: fecha decisiva para América Latina... Este día, un terremoto de 7.5 grados en la escala de Richter sacudió a Guatemala. En más de una tercera parte del país, casas de adobe con pesados techos de tejas, técnica constructiva heredada de la colonia española, se derrumbaron en segundos sobre sus ocupantes mientras éstos dormían. Unas 23.000 personas murieron o desaparecieron. El pintoresco encanto del paisaje campestre se transformó en una trágica escena que estremeció al mundo. Esto sucedió seis años después que un terremoto en el Perú había ocasionado más de 60.000 muertes.
En 1979, el huracán David devastó la economía de Dominica, una pequeña isla del Caribe con 90.000 habitantes. Aunque desde una perspectiva mundial podría considerarse un desastre de proporciones modestas, por el reducido número de víctimas, lo cierto es que el huracán dejó sin hogar al 80% de la población. Muchos definen este desastre como el punto critico para el Caribe.
En estos dos casos, los sectores públicos y privados - nacionales e internacionales - se movilizaron generosa y espontáneamente para ayudar a las víctimas. Pero limitaciones como la falta de preparación y adiestramiento de los sectores claves, las debilidades de la legislación existente y los inadecuados mecanismos de respuesta nacionales, tradicionalmente basados en el concepto de cadena de mando militar en lugar del diálogo y la coordinación, se hicieron visibles inmediatamente. Quedó atrás la época en que los gobiernos simplemente podían asignar la responsabilidad del manejo de los desastres al ejército y luego olvidarse del asunto. El sector salud, uno de los primeros en responder en desastres de gran magnitud, se percató de que la manera de mejorar su propio desempeño era mediante la planificación y el adiestramiento sectoriales. La era de la respuesta improvisada cedía así paso a la era de la preparación.
Como tradicionalmente sucede, las acciones a nivel nacional se concretaron primero en la forma de una resolución internacional. En 1977, los Ministros de Salud del Hemisferio Occidental solicitaron a la Organización Panamericana de la Salud, Oficina Regional de la Organización Mundial de la Salud (OPS/OMS) establecer un programa regional de preparativos para desastres en beneficio del sector salud. Con el apoyo financiero de Canadá, Estados Unidos y algunos países europeos, este programa inició la capacitación a los países para que estuvieran mejor preparados para responder En una rápida evolución, el programa pasó de un periodo en el que la OPS/OMS dirigió y ejecutó las actividades de preparación para desastres en el sector salud, seguida por una etapa de transición en la que la Organización se vinculó en algún grado con eventos significativos, hasta el presente, en el que los países mismos administran las actividades. Hoy, ningún organismo puede inventariar, y mucho menos dar seguimiento, a la gran cantidad de iniciativas de preparación para desastres y logros conseguidos por el sector salud en este campo en la Región.
México, 19 de septiembre de 1985... Una de las áreas más densamente pobladas del mundo fue afectada por un fuerte terremoto, que puso a prueba el plan de emergencias metropolitano recientemente adoptado, de la cual salió airoso. Existen informes conflictivos, pero se estima que 10.000 personas perdieron la vida en la ciudad de México. A pesar de esto, la respuesta de los servicios de salud fue notable, gracias al adecuado adiestramiento del personal, la evacuación ordenada de las instalaciones inseguras y la distribución de víctimas por medio del sistema metropolitano.
Sin embargo, los preparativos por sí solos no son siempre suficientes, y un evento catastrófico saca a relucir sus fortalezas y sus deficiencias. Por ejemplo, el colapso de una moderna ala del Hospital Juárez causó la muerte de médicos, enfermeras y pacientes quienes, irónicamente, formaban parte del grupo mejor preparado para atender emergencias masivas. El hecho de estar preparados puede aminorar el efecto de un desastre, pero no evita que ocurra.
Colombia, 13 de noviembre de 1985... El volcán Nevado del Ruiz, activo durante varios meses, entró en erupción violentamente. En el lapso de una hora, una avalancha de lodo desencadenada por la nieve derretida fue aglomerando rocas y otros despojos en su camino por las laderas de la montaña, y sepultó a 23.000 personas. Además de la tragedia nacional, una amarga controversia dividió a los científicos y los políticos sobre si se hubieran podido prevenir las pérdidas humanas. Aunque se contaba con mapas de las áreas en riesgo, en la realidad la gente no fue evacuada de ellas, con lo que se evidenció la brecha creciente entre el conocimiento académico de las amenazas naturales y la forma en que este conocimiento podía aplicarse mediante acciones preventivas que, aunque costosas, potencialmente podían salvar vidas.
Las tragedias ocurridas demostraron que una respuesta rápida a las emergencias, mediante operativos verticales, tenía (imitaciones. Poco después, tanto México como Colombia establecieron instituciones civiles altamente profesionales responsables de la prevención de desastres, la mitigación, la preparación y la respuesta. Otros países tomaron medidas similares. Costa Rica, una nación pequeña cuya Constitución prohíbe la existencia de fuerzas armadas, fortaleció su comisión de emergencias, agregando a su plantilla profesionales expertos en planificación urbana, sociología, ingeniería y arquitectura.
En la esfera regional, la OPS/OMS amplió los alcances de su programa para desastres, con el fin de promover la seguridad de las instalaciones de salud y la adopción de políticas integrales de mitigación, para evitar la repetición de pérdidas como las sufridas en el Hospital Juárez de México. En forma similar, el Departamento Regional de Desarrollo y Medio Ambiente de la Organización de los Estados Americanos (OEA) incluyó un componente dinámico de incorporación de los factores de riesgo en el desarrollo socioeconómico de sus países miembros. La era de prevención y mitigación de desastres había empezado en América Latina.
Los países del Caribe, a pesar de las diferencias en cuanto a clases de riesgos, historial de desastres y herencia cultural, llegaron a las mismas conclusiones. Después del huracán David (1979), la Oficina del Coordinador de las Naciones Unidas para Casos de Desastre (ahora el Departamento de Asuntos Humanitarios de las Naciones Unidas, DAH), junto con la Secretaria de la Comunidad del Caribe (CARICOM), la Federación Internacional de las Sociedades de la Cruz Roja y la OPS/OMS, establecieron el Proyecto Pan Caribe de Preparativos y Prevención de Desastres (PCDPPP). Durante nueve años este proyecto, administrado a nivel internacional, apoyó a todos los países de la subregión. Uno de sus logros más importantes fue el adiestramiento de un grupo estratégico de profesionales y legisladores, sensibilizados hacia la necesidad de contar con un compromiso genuino en el nivel local sobre la administración de desastres. Finalmente, los huracanes Gilbert, que afectó a Jamaica en 1988, y Hugo, que asoló al Caribe Oriental en 1989, sirvieron como catalizadores para la creación de un organismo de preparación genuinamente subregional: la Agencia del Caribe para Respuesta en Emergencias por Desastres (CDERA).
Mitigación y prevención de desastres: el DIRDN
La administración en casos de desastres - o la "reducción de desastres", como se le llama ahora nunca había sido reconocida como una actividad profesional o un campo científico. Se la consideraba un trabajo de aficionados o simplemente una actividad con "buenas intenciones". El Decenio Internacional para la Reducción de los Desastres Naturales (DIRDN) proporcionó las credenciales internacionales que las personas que trabajaban en el nivel nacional no poseían. Gradualmente, se ha ido eliminando a quienes no dominan nuevos métodos y técnicas y a los que se adhieren a los métodos antiguos de almacenar equipo, frazadas y ropa vieja. El énfasis del DIRDN en la ingeniería y la planificación multisectorial conlleva un enérgico mensaje de que los sistemas tradicionales de defensa civil, orientados únicamente a las operaciones de respuesta, deben integrarse a una estructura más orientada hacia el desarrollo.
La vasta experiencia de la Región en el enfrentamiento a los riesgos naturales ha mostrado que no existen atajos que conduzcan rápidamente a la reducción de los desastres. Más bien, el viaje sigue un largo y tortuoso camino de desarrollo sostenible, un sendero donde el progreso se alcanza en la medida en que los países reconocen que la administración de desastres es algo más que un ejercicio logístico: es una responsabilidad por el desarrollo y la planificación que reclama la colaboración multidisciplinaria.
En América Latina y el Caribe, el camino desde la respuesta improvisada a la preparación y después a la prevención y la mitigación ha sido el resultado de un proceso largo de maduración. No existen atajos fáciles de tomar en el camino que conduce de una sociedad descuidada hacia una nación adulta y responsable.
La reducción de desastres es un asunto demasiado significativa para dejárselo solamente a los expertos, sean científicos o administradores de desastres. La contribución más significativa del DIRDN en los países de América Latina y el Caribe puede ser el acelerar la transición hacia una nueva era en la que la reducción de desastres y el desarrollo estén integrados, en la que la sociedad coopere para alcanzar un objetivo común: la construcción de un mundo más seguro para todos.
Los riesgos naturales que amenazan
la Región son muchos y variados. Usualmente, los países más vulnerables son
aquellos con menos recursos económicos. El huracán Hugo donó o destruyó
alrededor del 80% de las viviendas en la isla de Montserrat en 1989, colocando
en graves penurias económicas a la mayoría de la
población.
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